Estaba nerviosa. El sacerdote imponía, y demasiado. Esperaba que en cualquier momento clavase sus ojos en mí y mandase atraparme para ejecutarme poco después.
Era el momento. Me levanto tratando de aparentar normalidad y tiro del hilo invisible que sostengo entre mis dedos.
Empiezo a dar un paso antes de que el incendio se desate.
Fuego.
En realidad, las explosiones se suceden en cadena, pero tan rápido que parece que todos los cristales de la catedral estallan al mismo tiempo. Parece que la catedral esté rodeada de llamas infernales, y una bocanada del mismísimo averno se desata a la entrada, haciendo que los feligreses se levanten gritando, que todos avancen hacia el altar chillando. Todos menos él, por supuesto.
Se que el sacerdote no se deja engañar ni por un momento. Sus ojos se mantienen fríos, examinando a la multitud. Yo me uno a los que avanzan hacia el altar, mezclándome, haciéndome invisible. Agradezco a Olidamara que me hiciera tan pequeña, lo que me ayuda a no ser vista. Me acerco cuanto puedo a la jarra con la bebida sagrada. Mi objetivo.
Comienza el segundo acto. Antes de que el sacerdote calme a su rebaño, la vidriera del techo estalla en una lluvia de cristales y fuego. Ante los ojos aterrorizados de la multitud, un hombre acorazado y armado con un hacha cae hacia ellos, que se apartan gritando. Antes de que caiga, extiendo la mano y agarro la exquisita botella de cristal, metiéndola entre mi ropa. Luego corro con el resto, alejándome del altar. Claro, que yo se que la figura que se extrella contra el suelo, quedando desmadejada a los pies del altar no es ninguna amenaza, si no una simple armadura rellena del almohadones.
Avanzo hacia las puertas en llamas abriéndome paso como puedo entre la multitud histérica. Y le escucho:
-¡Basta! ¡Que reine el orden de nuevo!
Su voz grave, calmada y segura, es lo suficientemente poderosa para hacer efecto en la mayoría de feligreses. Yo sigo corriendo entre las piernas de la gente.
-¡Volver a vuestros asientos!
Corro los últimos metros. Me envuelvo en mi capa y atravieso el inofensivo muro de fuego de la puerta. Y sigo corriendo con todas mis fuerzas, casi con pánico.
Ese hombre puede y va a querer verme muerta.
Rompo a reir. Las carcajadas brotan incontenibles entre mis labios.
Soy genial.
Lo tengo.
Acabo de desafiar a la Inquisi-quia. Una simple mediana. Sin un mejor motivo que porque podía hacerlo. Y lo he hecho.
Soy genial.
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