Durante mucho tiempo, ella ni siquiera le interesó.
Era callada. Bonita, pero no llamativa. Poco interesante. Era algo que poseía. No era llamativa, ni divertida, ni inteligente. Una sombra silenciosa que se movía por la casa.
Pero con el tiempo empezó a ver más allá de esa apariencia neutra e insustancial y se dio cuenta de que era mucho más de lo que quería mostrar. No es que no opinase, es que nunca compartía su opinión. No es que fuese tonta, es que se guardaba sus pensamientos. Ella se escondía en un lugar inaccesible para él, más allá de su cuerpo. Y también comprendió entonces que lo que él siempre había dado por hecho, que ella era suya, no era cierto.
Y para alguien como él, acostumbrado a conseguir cuanto deseaba, eso era difícil de asumir.
Por eso la quería. Pero ella, esa criaturita frágil e inexpresiva como una muñeca, se convirtió en una especie de obsesión. Quería que fuese suya, como debía ser. Pero ella estaba lejos de sí misma. Y el podía besarla, golpearla, obligarla a hacer cualquier deseo o insultarla. Pero nada de eso hacía que ella fuese suya.
Y la besaba, la golpeaba, le mandaba hacer cualquier cosa absurda o humillante que pasase por su cabeza o la insultaba. Y ella sólo se dejaba hacer, obedeciendo en silencio. Pero, de algún modo, seguía siendo inaccesible. A salvo en algún lugar de su mente en el que él era incapaz de alcanzarla.
Y eso le quemaba por dentro.
¿Cómo puedes tener tres hijos con una mujer a la que no conoces?
¿Cómo puedes golpearla hasta que pierda el sentido y, sin embargo, sentir que ella siempre esta lejos?
Inalcanzable…
La reunión familiar transcurría como todos los años. Los hombres hablaban de negocios. Las mujeres, de cosas del hogar. Sus tres hijos alborotaban la casa, los dos niños peleando y destrozando el mobiliario, la niña chillando cada vez que no conseguía lo que quería. Ninguno de los dos se preocupaba por educarlos adecuadamente.
Ella salió de la casa, paseando por los jardines. Era una tarde fría y una lluvia tan fina que a penas era visible. Dejó que le calara la piel. Hacía tiempo que sabía que era incapaz de llorar. Se sentía vacía. Se sentía muerta.
“Al menos, no creo que tenga que esperar mucho antes de que él termine conmigo accidentalmente. Por supuesto, será un accidente. Él jamás se reconocerá a sí mismo que no es perfecto.”
-Hola, Deneb. ¿Estás bien?
Era algo tan prohibido que ni siquiera llegaría a reconocérselo a sí misma, pero sonrió levemente mientras se giraba hacia él. Su traje empezaba a mojarse, como el vestido de ella, y en sus ojos oscuros había algo muy dulce, muy cálido. Como en el tono de su voz, y en la simple forma de preguntar “¿estás bien?” en lugar de un impersonal “¿Cómo estás?”
Era algo imposible. Algo prohibido. Algo absurdo. Y sin embargo entrelazaron sus manos de forma tan natural como sí estuvieran hechas para encajar una entre la otra.
-Estoy bien.- Mintió. Y él no la creyó.
Y su mano siguió sujetando la suya, cálida y suave, bajo el abrazo de la lluvia.
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