Hay algo que nunca debes pensar:
No puede ser peor.
Es como maldecirte a ti mismo.
Lo pensé cuando madre murió, y entonces padre cayó enfermo.
Lo pensé cuando padre estaba enfermo y entonces nuestra hermana pequeña enfermó también.
Lo pensé cuando ambos estaban al borde de la muerte, y entonces murieron.
Volví a pensarlo cuando Edward y yo llorábamos a nuestra familia, aguantando el hambre, y sin saber qué iba a ser de nosotros.
Y entonces el cambió. Y sí, nos salvó de morir de hambre.
A cambio de venderme.
Al principio me convenció con palabras. Luego con golpes. Traía hombres a casa y ellos...
Nunca he soportado ser consciente de lo que me hacían.
Y día a día, no soportaba convivir con lo que me había convertido. No podía seguir viviendo conmigo. Incluso si me condenaba al infierno yo no podía más. Simplemente no quería seguir viviendo.
Lo bueno de querer morir es que le pierdes el miedo a todo.
En cualquier caso, yo nunca tenía mucho miedo, porque la mayoría de las veces las envidiaba.
Pero entonces sentía su presencia. Sentía sus ojos espiándome y sabía que yo sería la siguiente. Lo intuía de algún modo paranoico pero certero. Yo era la siguiente y lo que me perseguía tenía poco de humano.
Él me golpeó de nuevo antes de encerrarme en mi cuarto. Decía que no había ganado lo suficiente. Que era estúpida hasta para eso. Que siempre había sido una niña mimada, pero que mamá y papá ya no estaban para consentirme y tenía que trabajar para comer.
-Ni siquiera es un trabajo. Es algo placentero.- Dijo con una sonrisa burlona y sentí ganas de vomitar.
No lo soportaba. No soportaba que volvieran a tocarme, que volvieran a besarme. No soportaba su olor, ni el peso de sus cuerpos contra el mío. Lloré, deseando que mis lágrimas fueran ácido que me deshiciese el rostro.
Y me dije que bastaba.
No tenía sentido seguir.
Me sentía tan vacía que me costaba creer que alguna vez hubiese tenido alma.
Esperé hasta oír como se marchaba, y entonces salí de mi cuarto. Podía haber cogido un cuchillo, pero preferí golpear mi reflejo en el cristal hasta coger una esquirla de cristal. La giré entre mis dedos. Brillaba.
Y algo me dijo que me diera prisa porque él acababa de descubrir que estaba sola. Y lo que ese "alguien" me iba a hacer iba sería mucho más doloroso.
El cristal mordió con sus dientes afilados mi piel. Lágrimas de sangre empezaron a deslizarse, cálidas y silenciosas, mientras yo ahogaba gemidos. Dolía, pero no tanto como temía. Y reí casi aliviada de lo fácil que resultaba. ¿De verdad se acabaría todo tan fácilmente? ¿Por qué no lo había hecho antes?
Me tumbé sobre el frío suelo. Mi vista empezaba a nublarse. Suspiré.
Entonces llegó.
-¿Qué haces?
Su voz estaba furiosa. Mi visión demasiado borrosa para discernir algo en su rostro en sombras envuelto en una aureola de pelo oscuro. Me zarandeó. Gemí con desgana.
-¡No puedes matarte! ¡No es justo! ¿Sabes cuanto tiempo llevo estudiándote? ¿Sabes cuanto tiempo hace que eres mía?
Mi visión se aclaró lo suficiente para distinguir su mirada. Tenía ojos de depredador. Fríos y llameantes. Desde el primer momento supe que tarde o temprano me mataría.
-No vas a arrebatarme algo que es mío.- Gruñó, y cargó conmigo.-Morirás cuando YO quiera que mueras. Y no así. No tan fácil.
Protesté con un gemido, intentando deslizarme hacia la muerte, hacia la inconsciencia. Y casi lo consigo. Casi.
Nunca volví a tenerlo tan fácil
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