sábado, 30 de julio de 2011

Ténèbres

Regulus estaba sumido en sus sombras.

Era como si necesitasen pagar de algún modo por el pequeño paraíso al margen del mundo en el que vivían. A cambio de una paz y una felicidad que Deneb nunca había soñado sentir, a veces los dos caían en la oscuridad que llevaban engarzada a sus almas. Y ahora Regulus estaba callado, ausente, distante, arrastrado por una fuerte marea de melancolía que les separaba dolorosamente, incluso aunque estuviesen en contacto físico.

¿Qué había sido está vez? Solían ser los recuerdos de Sirius los que le afectaban de esa manera, sobre todo desde que fue consciente de su muerte. Cualquier cosa podía hacerle recordar a su idolatrado hermano mayor: Un sueño, un ladrido lejano en la noche, una frase que ella hubiese dicho… Cualquier cosa podía haber abierto esa puerta donde él ocultaba todo sus miedos, todo su dolor, todos los espectros oscuros del pasado que no se cansaban de atormentarle.

Regulus empezaba a convertirse en un espectro, silencioso, con mirada triste, ajeno a todo. Y no sólo su actitud cambiaba: apenas comía ni dormía, por lo que empezaba a adelgazar, a palidecer mientras sus ojos perdían brillo, ocultos en sus oscuras ojeras.

Era una noche cálida. Regulus estaba tendido boca arriba sobre las sábanas de la cama con la mirada perdida en algún punto del techo. Deneb se tumbó a su lado, cansada, pero demasiado preocupada para poder dormir. A su lado, Regulus estaba tan inmóvil como una estatua, como un muerto… Un escalofrío recorrió la espalda de Deneb. “Como ese día cuando llegué por los pelos, cuando me di cuenta de que le amaba desesperadamente mientras él parecía estar muerto entre mis brazos.

-Regulus…

La voz de Deneb estaba impregnada de miedo. Le aterraba verle consumirse así. Lentamente, como si fuese vagamente consciente de su presencia, Régulus ladeó su cabeza hacia ella, aunque sus ojos no se encontraron. Deneb prefería que él llorase, que gritase... Prefería incluso que la golpease a que se encerrase dentro de sí, donde ella era incapaz de llegar.

Apoyó su brazo en el pecho de él, acariciándoselo con las yemas de los dedos. Regulus no respondió. Deneb suspiró y con voz algo más firme, formuló la pregunta sobre la última cosa en el mundo de la que le apetecía hablar, el único tema de conversación tabú entre ellos.

-Regulus ¿querrías… hablarme de Sirius? Por favor…

Él no respondió. Deneb pensó que tal vez estaba demasiado sumido en su tristeza que tal vez no la había escuchado. Pero entonces Regulus empezó a hablar, lentamente y con voz ronca. Le habló de su infancia, de lo mucho que siempre había admirado a su hermano, de lo culpable que se sentía, que se seguía sintiendo cada vez que pensaba en él. Deneb escuchaba en silencio, asombrada por el hecho de cómo una persona podía ser tan maravillosa o aborrecible según quien hablara de ella.

Y mientras Régulus iba hablando, poco a poco, empezó a convertir en palabras el veneno negro que le llenaba el corazón. Y poco a poco sus ojos empezaron a recobrar su brillo, su cara gran parte de sus gestos, su mano buscó la de Deneb de forma inconsciente.

Seguía triste, pero la tristeza se hace llevadera al compartirla, como si una parte de su peso se desvaneciera en el aire al convertirla en palabras. Como si el alivio nos fuera calando poco a poco al ser escuchados. Regulus habló hasta que el sueño cerró sus ojos, aún sujetando con firmeza la mano de Deneb.

-Siempre, siempre puedes contar conmigo.-Susurró ella, antes de ser arrastrada también por la marea oscura de inconciencia a un sueño oscuro y tranquilo. Y de algún modo supo que sus manos no se soltaron en ningún momento durante toda la noche.

jueves, 28 de julio de 2011

Conte

Había una vez, un hombre y una mujer que vivían solos y sin hijos en las tierras de una malvada bruja. Un día la mujer se quedó embarazada.

Muchos cuentos empezaban de forma parecida. Aunque en esta historia, sus padres también eran brujos oscuros igual que la propia Deneb. Su madre había vivido en un mundo de cuentos y fantasías toda su vida, pero cuando su papel dejó de ser el de niña y le tocó hacer de madre sus cuentos se volvieron más oscuros y más retorcidos.

Deneb se había visto encerrada, atrapada en esos cuentos desde que tenía memoria. Vivían como si pertenecieran a otra época. Modales de dama, vestidos de princesa, educación estricta y rígida por varias institutrices, castigos atroces por parte de su padre ya fuera lanzándole crucios o encerrándola en el sótano con los boggarts (que tomaban el aspecto de gigantes muñecas de porcelana con los ojos y el cabello rubio de su madre muerta).

La malvada bruja se presentó frente al hombre y dijo que el niño que iba a nacer le pertenecía. El hombre no se negó. Su esposa dio a luz una pequeña niña, la bruja vino a su casa y se la llevó. Era hermosa y se llamaba Rapunzel.

Según nació, su padre se encargó de concertarle un matrimonio. Era una forma de asegurar que la sangre de sus descendientes seguiría siendo limpia y de estrechar los vínculos con la familia. Deneb no tuvo muchas opciones. Aceptar, callar y seguir dócilmente el camino marcado por los mayores.

Aún recordaba la primera vez que su tía Wallburga fue a su casa a recogerla para que empezase a conocer y a pasar tiempo con su hijo Sirius, quien sería su marido.

No era ningún príncipe, o si lo era, era un príncipe irascible, bruto, insensible y egoísta. Tal vez también sentía la presencia oscura de sus padres manejando sus vidas, pero en vez de enfrentarse a ellos, se enfrentaba a todo lo que le rodeaba. También descargaba su rabia contra las otras víctimas, como Deneb y contra quienes trataban de ayudarle, como su hermano pequeño.

Regulus de algún modo también veía que estaban atrapados en un anticuado cuento. Pero aunque él sí que era capaz de distinguir a los “malos” no era capaz de enfrentarse a ellos.

“Si tan sólo Sirius se hubiese dado cuenta de que nosotros no estábamos contra él. Si tan sólo se hubiese molestado en escucharnos tal vez todo sería distinto” Se lamentaba Deneb, apoyando la frente en el cristal de su ventana, de su prisión. Pero Sirius nunca quiso escuchar.

Nunca le importó nadie más que él mismo. Así que un día se fue sin más, dejando una nota en la que decía, entre otras cosas que a ella no le incumbían, que rompía su compromiso.

Entonces enfurecida, la bruja salió del escondite y le dijo: "Has perdido a Rapunzel para siempre. Jamás volverás a verla". La bruja enceró a Rapunzel en una alta torre, sin ventanas ni puertas.

Entre su padre y Wallburga decidieron que Deneb era la culpable de que Sirius hubiese traicionado a la familia. Y entre los dos decidieron que había deshonrado a la antigua y noble familia Black. Y, hasta que comprendiese la gravedad de sus actos su padre la mantuvo encerrada en la torre del ala oeste de su mansión. Deneb sabía que era una excusa para desentenderse de ella, que su padre nunca la había querido en realidad y era una forma cómoda de librarse de ella sin deshonrar las tradiciones de la familia.

Llevaba once meses sin sentir el sol ni el viento sobre su piel, sin poder hablar con nadie, sabiendo sólo que el mundo seguía existiendo más allá de su prisión por el paisaje que veía desde su ventana y las noticias que le comunicaba a escondidas su elfa doméstica.

Deneb a veces sentía que se ahogaba. La única forma de escaparse de allí era cerrar los ojos y cantar, sintiéndose un ave encerrada en una jaula de oro; o hacer cientos de pociones en la pequeña marmita que su padre había tenido la compasión de instalarle. Pasaba horas y horas con la mirada perdida en el espejo, cepillándose lentamente su largo pelo castaño.

Rapunzel, Rapunzel, suelta tu melena.

Ningún príncipe vendría nunca a salvarla. Su padre nunca se apiadaría de ella. Estaba muerta para el mundo, y a nadie le importaba.

Rapunzel, Rapunzel, suelta tu melena.

Entonces su elfa le contó que el pequeño Regulus se había hecho mortífago. ¿Regulus? ¿Su niño dulce de mirada profunda y oscura? Tal vez porque siempre le había recordado a una versión más inocente de ella misma Deneb siempre se había sentido en la obligación de protegerle. Por eso se levantó, con la serenidad de haber tomado una decisión correcta.

Entonces Rapunzel olvidó su temor. Estaba deseosa de salir del dominio de esa mala bruja que la tenía presa en aquel tenebroso castillo.

-Dile a mi padre que venga.

La elfa desapareció al instante, tal vez intimidada por la seriedad en la mirada de la joven con cara de niña. Su padre no tardó en llegar. Mirándola con suspicacia.

-¿Y bien?

-Ya sé como devolverle la honra a nuestra familia.

-Te escucho, Deneb.

-Quiero luchar junto al señor oscuro. Déjame unirme a él, padre, te lo ruego.

La sorpresa se reflejó unos segundos en el rostro anciano de su padre, seguido por una sonrisa de aprobación.

-Me parece que tu encierro te ha vuelto más sensata, Deneb. Bajemos al estudio para hablar…


Rapunzel, Rapunzel, suelta tu melena.


A penas unos meses más tarde, el señor oscuro dibujaba su marca en su antebrazo mientras Deneb se mordía el labio inferior con fuerza para no gritar.

Horas más tarde, aún conteniendo las lágrimas de dolor por la marca, asistió a su primera reunión. Todos llevaban máscaras, pero aún así logro distinguir a través de ella los ojos oscuros de Regulus, en una de las figuras más altas. ¿Cuándo había crecido tanto? ¿Habría perdido también sus rasgos infantiles que ella quería tanto? Sintió deseos de correr hacia él y abrazarle allí mismo.

No pudo decirle nada con todos los mortífagos y el señor de las sombras a su alrededor, pero sintió que su corazón por primera vez en mucho tiempo se iluminaba y su pulso se aceleraba con el simple hecho de tenerlo cerca. No entendía por qué sus mejillas le ardían cada vez que le miraba de reojo, ni por qué se le cortaba la respiración cuando sus ojos se encontraron. Después de todo, seguía siendo su primo pequeño, ¿o no?

Cuando estaba cerca, Rapunzel lo reconoció. Al verlo se volvió loca de alegría, pero se puso triste cuando se dio cuenta de su ceguera. Lo abrazó tiernamente y lloró. Sus lágrimas cayeron sobre los ojos del príncipe ciego y de inmediato los ojos de él se llenaron de luz y pudo volver a ver como antes.

martes, 26 de julio de 2011

Lettre

Querido padre,

Deneb se mordió el labio inferior. Le resultaba difícil escribir cada palabra en el desolador folio en blanco. Ni siquiera el hecho de saber que nunca mandaría esa carta hacía que fuese fácil escribirla. Porque de algún modo él la leería, ¿verdad?

Siento haber tardado tanto en volver a escribirte. No voy a mentirnos diciéndote que quería haberlo hecho antes y no he encontrado tiempo. No voy a prometerte volver a escribirte pronto. Quizá no vuelva a hacerlo. Pero hoy hace tres años desde que moriste y me parecía muy triste no dedicarte ni siquiera unas palabras. Tu tumba estará sola, sin flores, olvidada. Al fin y al cabo eres mi padre, supongo que es mi obligación mantenerte en mis recuerdos.

Se estremeció. Los recuerdos que se materializaron en su mente sobre su padre no eran agradables. Alto, delgado, con un rictus serio y el pelo cano desde que ella tenía memoria. Podría haber encajado como profesor severo, como un tío frío y distante. Mejor que como padre. Deneb volvió a escribir, casi con rabia.

Fuiste injusto conmigo, papá. Muy injusto. Sé que no querías tener hijos. También se que cuando Camille se quedó embarazada, tras el disgusto inicial, empezaste a hacerte a la idea de educar a un niño que llevase tu nombre. Sé que te decepcioné según nací, que te desentendiste de mí la mayor parte del tiempo. Yo quería que te sintieses orgulloso de mi, lo necesitaba, por que sabía que eso era lo más parecido al cariño que podías mostrarme.

Hice todo lo que tú pedías sin rechistar. No tuve muchas amigas, porque consideras una pérdida de tiempo la amistad. Acepté casarme con un desconocido que vivía en otro país porque era lo que tú querías. Me resigné a ser un ama de casa, sin atreverme a soñar con ser otra cosa, porque era lo que esperabas de mí. ¡Renuncié a todo por ti! Pero para ti no fue suficiente.

Deneb dejó la pluma sobre el tintero y presionó sus dedos contra los párpados, respirando profundamente y tratando de calmarse. No quería que la carta que le escribía a su padre en el aniversario de su muerte fuera una serie de acusaciones.

Lo siento, padre. No quería que esta carta fuera tan hostil, pero aún hay cosas que me cuesta perdonarte. Nunca pude entender porqué me castigaste a mí cuando Sirius me rechazó. Tú y Wallburga fuisteis crueles. Es cierto que nunca quise casarme por él, pero lo aceptaba porque era lo que habíais decidido. Él no (gracias a los dioses). Fue el quien rompió el compromiso, así que nunca entendí por qué lo pagasteis conmigo, por qué me acusasteis de haberme mostrado fría con él y por qué me mantuviste encerrada en casa durante un año, hasta que le prometí fidelidad al señor oscuro.

Sabes que por eso terminé en Azkaban, ¿verdad? Creo que sí, aunque moriste poco después de que me encerraran. ¿Sabes que casi me volví loca allí? ¿Qué aún me persigue la oscuridad que conocí en esa diminuta celda? Así que siento no haber podido ir a tu funeral, pero estaba cumpliendo los planes que habías hecho para mí.

-Relájate.-Se ordenó en voz alta.

Su padre estaba muerto. No estaba bien descargar su rabia sobre un papel dirigido a un muerto. Necesitaba encontrar la forma de dejarle en paz, de reconciliarse con él para liberarle de su rencor. Además, la mañana avanzaba y tenía que preparar la comida, regar sus plantas… Sonrió.

Es curioso que al final haya terminado haciendo lo que esperabas de mí. Y soy feliz, muy feliz. Soy tan buena esposa como se esperaba de mí y, aunque no estemos realmente casados, estamos mucho más unidos que cualquier matrimonio que haya conocido. ¡Y él es un Black! El hermano de quien tú habías elegido, pero su sangre es igual de limpia. Y él es mucho más dulce, más amable, más tierno y ¿por qué no ponerlo? mucho más apuesto que el bruto de su hermano mayor.

Dejemos atrás las heridas del pasado, padre. Yo voy a creer que te importaba, que me educaste tal y como a tí te habían educado. Tú puedes irte tranquilo, seguí el camino que me marcaste aunque me haya llevado a un lugar que ninguno imaginamos.

Tal vez algún día volvamos a encontrarnos. Espero que estés en paz.

Tu hija,

Deneb Black

Firmó cuidando de su caligrafía y esperó unos segundos a que se secase la tinta antes de doblarla y sellarla. La dejó a un lado del escritorio. Más tarde, cuando atardeciera, caminaría hasta el mar para quemarla y esparcir sus cenizas entre las olas.

Regulus entró en la cocina cuando ella estaba terminando. Le gustaba cocinar, tan relajante como gratificante, aunque ese día sus pensamientos estaban demasiado lejos de allí.

-¿Todo esta bien, Deneb?

Ella asintió, tratando de sostenerle la mirada a sus ojos oscuros, perspicaces, entrecerrados entre sus pestañas negras.

La abrazó, con suavidad. Deneb cerró los ojos suspirando cuando él la besó en la frente.

-Deja que te acompañe.

Deneb le miró, sorprendida. Él alzó las cejas.

-Cada vez que te encierras allí tanto tiempo es para escribirle a alguien. Y siempre te cuesta. Y siempre vas sola a tirar las cartas al agua.-Deneb se sintió sorprendida de que la conociera tan bien, hasta los sentimientos que ella tanto se esforzaba en ocultar.-Nadie te pide que seas tan fuerte. Déjame acompañarte.

Una sonrisa conmovida se extendió tímidamente por sus labios. Jugueteó con uno de sus mechones del suave pelo negro como la noche.

-Ojalá le hubieras gustado…

Y antes de que él pudiera preguntarle a qué se refería se puso de puntillas para sellar sus labios con un beso.

lunes, 25 de julio de 2011

Vacances

-¡Vamos, date prisa! ¡Tenemos que llegar a los campos elíseos antes de la puesta de sol!

-Voy tan rápido como puedo…

Normalmente era al revés. Regulus era el pequeño y Deneb la mayor, la que cuidaba de él, le protegía y le mimaba. Aunque ninguno de los dos había dejado de ser niños Deneb hacía el papel de hermana mayor y Regulus de pequeño.

Pero no en Francia.

Cuando ella lograba convencerle de que fueran se convertía en una chiquilla alegre que tironeaba de su mano arrastrándole de un sitio a otro, incansable.

Llegaron a los jardines, y Deneb hizo que los recorrieran tres veces para asegurarse el mejor sitio para poder ver la puesta de sol. Finalmente se sentaron en un banco, para alivio de Regulus. Ella se acurrucó contra él.

Era extraño para los dos verse con unos rasgos tan distintos de los suyos. Pero claro, sin poción multijugos no podían dejarse ver en ninguna parte. Deneb había elegido un aspecto de una chica rubia, pecosa, de ojos pequeños y brillantes y bastante más alta de lo que ella era. No tenía complejo por su estatura, pero la verdad es que le apetecía acortar los incómodos centímetros que la separaban de los labios de Régulus.

Regulus en cambio era igual de alto, aunque más ancho. Su pelo era más corto, rizado y de un tono castaño. También su piel era más morena y parecía mayor.

Le gustaba mucho, muchísimo más su Regulus con su mirada oscura e inocente, su pelo negro y sus rasgos de ángel eternamente adolescente.

Era raro. Pero también era divertido saber que debajo de ese extraño estaba su Regulus, que una mano desconocida cogiese la suya de forma tan familiar. Y ver esa mirada pensativa y cálida con la que él solía mirarla en unos insulsos ojos claros que nunca antes la habían mirado.

Regulus cogió apartó un mechón de su cara.

-¿Te gusto o no?-Bromeó ella.

-No mucho.-Deneb puso un mohín.

-La elegí pensando en que te gustaría… Pensé que me pegaba ser rubia.

-Tu eres perfecta tal y como eres.

Deneb se preguntó como podía llevar tanto tiempo compartiendo con una persona cada minuto de su vida sin perder la capacidad de sentir un hormigueo por su estómago cuando él le decía cosas de ese estilo. Se sentó sobre sus piernas y le besó, divertida por que su boca quedara por encima de la de él, al menos en esa posición.

“Definitivamente, tenia que haber sido un poco más alta.”

Él la apartó suavemente.

-Acabamos de recorrernos medio París para ver desde aquí la puesta de sol… ¿No deberías mirarla?

Ella se recostó en su pecho, más centrada en el calor de los brazos de Regulus rodeándola que en cualquier otra cosa.

Con una sonrisa traviesa, cerró los ojos, perdiéndose la puesta de sol para centrarse en el sonido de los latidos de su corazón. “Míos.”

Cuando visitaban Francia ella se volvía caprichosa, risueña e inmadura. Quizá era por la alegría de volver a formar parte del mundo, al menos de la parte del mundo que a ella le gustaba. Pero sólo se sentían a salvo por poco tiempo. Pero para cuando se rompiera el hechizo que les protegía siempre les quedaba su casa, su refugio, su castillo oculto al mundo e incluso al tiempo.

Y ella volvería a cuidarle y él volvería a necesitarla. Todo volvería a estar en su sitio, pero, al fin y al cabo, lo importante de las vacaciones no es cambiar de lugar, si no de rutina.

Deneb suspiró feliz entre los brazos de un extraño que era Regulus. Era agradable volver, por unos días, a estar tan cerca de su primera infancia.

Deuil

Supo lo que pasaba desde que le vió: Los ojos vidriosos, la mirada perdida, sus manos crispadas… En realidad Deneb llevaba un tiempo temiendo ese momento inevitable.

Estaba más pálido que nunca, contrastando con su pelo negro y suave como las plumas de un cuervo. Sus ojos parecían dos gemas negras, vacías y frías. Nunca le había visto así.

-Esta muerto.

No era una pregunta. Más bien una acusación con voz rota. Deneb tragó saliva.

-No tenía valor para decírtelo.

-Pero sí para mirarme a los ojos día tras día mientras me lo ocultabas.

Salió del salón, sin mirarla, para encerrarse en el estudio. Deneb quiso correr detrás de él. Abrazarle, consolarle, acunar su dolor como siempre había hecho, pero esta vez no podía. El tiempo parecía haberse detenido y haberla petrificado. Regulus, su niño, su amor, su vida, no la quería a su lado.

Se atrincheró en el estudio. Pasaron día sin verse. Él encerrado con su dolor. Ella torturada por los remordimientos.

No se atrevió a molestarle hasta el tercer día, que cruzó la puerta del estudio con una bandeja con comida y bebida.

-Vete.

SU voz era un susurro ronco. Sus ojos estaban hundidos en unas profundas ojeras violeta. Estaba ovillado en la silla, sobre el escritorio cientos de cartas inacabadas a un hermano muerto.

-Por favor, Regulus… No puedes seguir así.

-Déjame sólo.

-¡No! ¡Basta! Sirius fue un egoísta que te trató mal toda su vida. ¡No dejes que te siga haciendo daño ahora que ha muerto!

Regulus cruzó la sala con tanta rapidez que cuando Deneb quiso darse cuenta estaba frente a ella con los ojos llameando rabia. La golpeó con fuerza en el pómulo derecho. Deneb cayó al suelo. La bandeja se le escapó de las manos y formó un pequeño estrépito. Una copa se rompió en cien esquirlas de cristal, como su corazón.

Regulus la cogió del pelo para hacer que le mirase.

-¡Nunca, NUNCA hables así de él!

“No llores.”

Regulus la soltó. Parecía confundido. Deneb recogió la bandeja y salió a toda prisa para que él no viese las lágrimas que ya no era capaz de contener. Se derrumbó en el jardín, llorando en silencio.

-¿Qué he hecho?-Gimió.-¿Qué le he hecho hacer?

A veces, cuando las sombras anidaban en su alma lograban oscurecer el mundo y hacerla vagar sin saber por donde iba, como sonámbula.

Fue como si despertase cuando las olas saladas lamieron la planta de sus pies. Apretaba un frasquito en la palma de su mano.

Caminó, mar a dentro.

El agua estaba fría. Deneb llevaba un fino vestido blanco que se pegaba a su piel y ondeaba tras ella. Su madre también llevaba un vestido blanco cuando intentó matarla en ese lago. Deneb sintió que una parte de ella murió ese día y que, tarde o temprano, el resto de ella terminaría siguiéndola. Que su cuerpo terminaría flotando sin vida sobre las aguas.

El agua le rodeó la cintura.

Deneb quería a Regulus con todo su ser. Antes eso bastaba para vivir. Pero ya no podía protegerle, ni consolarle. Le había hecho daño y él la había apartado. No podría perdonarla, ni tratarla como antes. Algo se había roto entre ellos. La culpa pesaba demasiado.

El agua le llegaba hasta el pecho.

Kreacher le seguiría cuidando ahora que ella ya no podía hacerlo. Era bueno que se fuera, que le dejase tranquilo. Entre los dos tenían tantos fantasmas que llenaban la casa de sombras. Y ahora estaría, más fuerte que nunca, la presencia de Sirius. Siempre le había odiado, pero ahora desearía haber muerto en su lugar. Regulus lo hubiera preferido…

Las olas le acariciaban la barbilla. Dio unos pasos más de puntillas. El mar le besaba los labios.

Nunca había aprendido a nadar. Las grandes superficies de agua le asustaban con la misma fuerza que le fascinaban. Abrió el pequeño frasco y bebió el potente somnífero que había preparado. Sabía dulce. El mundo empezó a desvanecerse en una fría cuna acuática.

-Mamá.-Gimio su subconsciente.-Perdóname, mamá. No seré mala. No creceré nunca.

Recuperó lentamente la consciencia. Alguien a parte del mar la abrazaba con fuerza. Respiraba, aunque por el dolor sordo de sus pulmones supuso que había trabado bastante agua. Su mente estaba confusa y adormecida. ¿Estaba en brazos de su madre? ¿Estaba muerta?

-Excusez-moi. Je vais éter une bonne fille.- Balbuceó.

Quien la estaba cogiendo en brazos estaba temblando. Sus oídos se destaponaron y le escuchó llorar. Entreabrió lentamente los ojos, sorprendida.

-Regulus…

Estaba empapado. Temblaba y tenía una expresión torturada en su rostro cubierto de lágrimas. Torpemente, aún volviendo a la consciencia, Deneb extendió su mano para apoyarla con cariño en la mejilla de Regulus.

-No llores. Por favor, ma vie, deja de llorar.

-No me dejes.

La miró a través de las lágrimas. Miedo, culpa, rabia, amor… En sus ojos se arremolinaban sentimientos contradictorios.

-Deneb, no te atrevas a volver a dejarme.

Ella enmudeció. Sacudió la cabeza. Regulus la apretó con más fuerza, inclinó la cabeza sobre ella besándola con furia, con violencia, fuego en sus labios mojados.

“Como si de verdad fuera imprescindible para él.”

Y supo que no importaba lo que el hiciera, nunca volvería a abandonarle.

Maison de poupées

Deneb estaba de visita en casa de sus tíos. La habitación que su tía Walburga le preparaba tenía una horrible muñeca de porcelana cuyos ojos la vigilaban constantemente. Deneb quería destrozarla. Odiaba todo tipo de muñecas.

Su madre solía jugar con Deneb como si ella fuera una muñeca. Literalmente. La zarandeaba, cambiaba su ropa y ponía a tomar el té junto con otras muñecas de porcelana con una violencia que la aterraba.

Su madre, Camille, siempre había sido distinta. Su mente era frágil. Deneb tardaría muchos años en comprender que su madre siempre sería una eterna niña, su mente estaba condenada a no madurar e incluso su cuerpo parecía negarse a crecer. Tenía 18 años cuando sus abuelos la casaron con un hombre que le triplicaba la edad. Él le hizo cosas que su mente infantil fue incapaz de asimilar y terminó por quebrarse. Se alejó de la realidad encerrándose en su propio país de las maravillas, un mundo distorsionado y retorcido del que ella era dueña.

Camille no dejó de ser nunca una niña, por eso enloqueció cuando su propio cuerpo empezó a crecer, a alimentarse de ella albergando una criatura dentro de sí. Ninguna niña puede ser madre. Deneb creció aprendiendo a temer a esa mujer de cabellos dorados, rostro pálido y mirada confusa, a veces furiosa, en unos ojos plateados que ella había heredado.

A veces jugaba con ella. A veces la golpeaba sin motivo, tiraba de su pelo y arañaba su cara gritando, hasta que alguien conseguía arrancarla de sus brazos. A veces la obligaba a estar completamente inmóvil durante horas, para colocarla entre el resto de muñecas de porcelana. Si Deneb se movía su madre la castigaría.

Su padre era una figura distante y severa. A veces la salvaba de los brazos Camille, pero solía ignorar e incluso castigar a Deneb si ella lloraba.

-Eres una Black. No llores nunca. No dejes que tu cara refleje lo que sientes. Tienes que estar por encima.

Sólo demostró quererla aquella vez. No era la primera vez que su madre estaba a punto de matarla, pero ese día de primavera Camille parecía especialmente lúcida. Se llevó a la niña a los jardines. Preparó un picnic cerca del lago y luego se metió en el agua. Su vestido blanco flotaba, ingrávido, a su alrededor.

-Deneb… Viens, ma pettit!

Deneb tenía miedo. Su madre sonreía, pero sus ojos eran demasiado fríos. No tenía opción. El agua del lago estaba muy fría. Le llegaba hasta el cuello cuando alcanzó a Camille. Ella la tomó en brazos.

-Estás creciendo mucho, Deneb. Niña mala… Eres una niña muy mala.

Deneb tembló. Camille le apartó el pelo de la frente.

-Si tu creces yo también me haré mayor. No quiero. Quiero ser siempre una niña. Así que haré que dejes de crecer, ¿de acuerdo, pequeña diablesa?

Deneb empezó a llorar en silencio. Con suavidad, pero firmeza, su madre la empujó bajo el agua. Deneb aguantó la respiración, pero el aire se escapaba entre sus labios.

Se ahogaba. Quiso gritar y tragó agua helada. Trató de zafarse, pero Camille aguantaba firmemente la presión. Deneb empezó a marearse, a perder la consciencia.

Entonces, un destello verde cruzó el aire. La presión cedió, y unos brazos la sacaron del agua. Deneb tosió y lloró en brazos de su padre. Sobre el lago flotaba el cadáver de Camille. Su expresión era de sorpresa, tan inocente como la de una niña.

-Lo siento. Lo siento muchísimo.-Masculló en voz baja.

Deneb escuchó unos pasos precipitados por el pasillo. Salió para seguirlos discretamente. En la biblioteca, encontró a Regulus llorando, escondido tras un mueble. Su primo tenía en sus grandes ojos oscuros una inocencia que ella sentía que había perdido hacía mucho. Otra vez ese maldito Sirius, su futuro esposo cuando fueran grandes y al que detestaba, le había hecho daño.

Sólo era un año menor que ella, pero Deneb se sentía mayor. Regulus era inocente. Como ella podría haber sido. Sentía que necesitaba conservar esa inocencia, protegerla. No dejar que el bruto de Sirius la pisoteara. Se acercó a él y le abrazó en silencio. No importaba dónde se escondiera, de alguna manera, ella siempre conseguía encontrarle cuando él se derrumbaba.

Sabía que Regulus admiraba y quería a su hermano mucho más de lo que podría llegar a apreciarla a ella, pero Deneb no aspiraba a ser importante para nadie, ni siquiera para él. Pero siempre estaría al lado de Regulus cuando alguien le hiciera daño, para ayudarle a curar sus heridas y a recuperar el brillo de su mirada.

Bien visto, no estaría tan mal casarse con Sirius. Así siempre estaría cerca de Regulus, para protegerlo, para velar por él, y para ayudarle a levantarse cada vez que alguien le empujaba.

Cauchemars

Deneb se despertó bruscamente. Adormilada y desorientada se incorporó pestañeando para despejarse. Aún era noche cerrada. A su lado, Regulus se revolvía bruscamente, con los ojos cerrados y los dientes apretados con fuerza. Prisionero en otro sueño violento.

Deneb no quería despertarle, si no calmarle. Le abrazó por la espalda, apoyando su cara en la nuca de él y cruzando las manos por su pecho. Cada uno de sus músculos estaba en tensión. Deneb le susurró al oído:

-Détendez-vous, ma vie. C’est juste un mauvais rêve.

Le besó, en el hombro, en el brazo, en su cuello. Regulus suspiró y por fin su cuerpo pudo relajarse. Sus manos se posaron junto a las de Deneb, acariciándolas levemente antes de caer en un sueño más profundo. Ella sonrió y cerró los ojos.

Los dos tenían pesadillas. Tenía sentido: los dos habían estado rotos. Los dos tenían cicatrices que no sanarían del todo nunca. Incluso entonces, lejos de todo, los fantasmas de sus miedos seguían materializándose en sus sueños para torturarles.

Pero estos fantasmas volvían a hacerse intangibles al amanecer.

Regulus volvió a moverse, rodando hacia ella hasta quedar boca arriba. Deneb tuvo que soltarle y apartarse para no quedar bajo él. Regulus murmuró algo incomprensible y, tras una pausa, pronunció el nombre de su hermano con expresión torturada en su rostro angelical.

Deneb suspiró y se resignó a que esa sería otra de esas noches en las que dormiría poco. No es que le molestase realmente. No creía que nada de lo que hiciese Regulus podría molestarla de verdad. Y su rostro se volvía tan vulnerable en sueños… Deneb acarició su mejilla, tomando una de sus manos con la suya que tenía libre.

-Je suis ici.

En sus pesadillas, Regulus nombraba a sus familiares, a los que le habían hecho daño, y muy frecuentemente a su hermano. Deneb tenía sentimientos encontrados hacia Sirius. Aún le consideraba un egoísta, y le guardaba cierto rencor por despecharla sin plantearse siquiera que pasaría con ella. Pero si no fuera por Sirius podría no haber conocido a Regulus.

Deneb sólo gritaba un nombre en sus pesadillas, el del hombre con cara de eterno adolescente que ahora murmuraba sonidos incoherentes. En sus peores sueños Deneb volvía a Azkaban, lejos de él. O al día en que lo encontró prácticamente muerto. En sus pesadillas él no sobrevivía. Eran tan intensas que, incluso cuando él la despertaba, abrazándola con fuerza, ella tardaba un rato eterno en cerciorarse de que era real.

El sueño que tenía atrapado a Regulus le hacía fruncir el ceño y murmurar con voz angustiada, Deneb trataba de consolarle con besos y caricias, pero cuando fue obvio que no bastaba le despertó sujetando su cara entre sus manos.

Regulus tardó un poco en orientarse. Su mirada recorrió la habitación, las altas paredes blancas, el cabecero de la cama que él mismo había tallado (en el que un león y un cisne se entrelazaban, dibujando una estilizada “B”) y finalmente, su mirada se encontró con los ojos de Deneb.

-¿Te he despertado?-Murmuró, confuso.-Yo, lo siento…

Ella sonrió, divertida por su desconcierto. Se colocó encima suya para alcanzar sus labios y darle un largo beso.

-Mmmm, tal vez puedas compensármelo.-Rió, con mirada traviesa y jugueteando con sus dedos en su pecho.

Regulus se rió. Deneb adoraba el sonido de su risa. Se besaron, con más intensidad. Las manos de él recorrieron su espalda, su cintura, sus piernas...

Rodó sobre ella para quedar encima.

-Haré lo que pueda.

Los jirones de la pesadilla se esfumaron a toda velocidad.

Azkaban

Día 3

Gritos. Los gritos no cesaban. También se escuchaban muchos llantos y sollozos. Quien fuera que estuviera en la celda de al lado de la de Deneb no dejaba de llorar histéricamente. También se escuchaba la risa desquiciada de Bellatrix que no debía de estar muy lejos.
Deneb pasaba las horas hecha un ovillo y tratando de recordar a Regulus. Cada vez que los dementotes se detenían delante de su celda sus rasgos se desdibujaban, sus recuerdos perdían color, luz y calor, hasta convertirse en algo lejano e irreal.
“Seguro que le han descubierto. Seguro que alguien le ha atrapado. Puede que ahora mismo esté muerto. Nunca me lo dirán…”
Trataba de autoconvencerse de que Regulus estaba bien, de que él tampoco la había olvidado, de que volverían a verse… Cada día parecía menos probable.

No sabía cuanto había pasado desde el juicio. Ella se había mantenido en silencio, hablando tan sólo para asegurar que no había matado a nadie durante la rebelión mortífaga. No tenían pruebas de lo contrario, pero la marca tenebrosa había bastado para que decidiesen que merecía encarcelamiento preventivo.

¿Y Regulus? Deneb le necesitaba. Necesitaba saber que estaba bien. Necesitaba saber que estaba libre. Necesitaba saber que aún pensaba en ella, que aún la quería una décima parte de lo que ella le seguía amando.
Empezó a tiritar de frío y los dientes le castañeteaban. Un dementor estaba quieto, tras los barrotes. Deneb trató de aferrarse al recuerdo de la única persona que le hacía desear seguir viviendo pero fue incapaz. El dementor se llevaba sus más preciados recuerdos, dejando sólo frío y un aterrador hueco negro en su pecho.
“Ni siquiera puedo recordar su nombre.”
Pánico. Angustia. Desesperación. Deneb gritó hasta quedarse sin voz.

Día 12

¿Cuánto tiempo había pasado?

Había perdido la noción del tiempo. Todo era frío, soledad y los llantos y gritos de los otros. De vez en cuando Bellatrix rompía a reír en terribles carcajadas. Era casi peor que los gritos.

A Deneb empezaba a costarle distinguir lo real de lo que no lo era. Había dicho que nunca había matado a nadie, pero aún así la habían encerrado. ¿Tan obvio había sido que mentía?

“Pero yo no quise matar. Nunca quise.” Se repetía, aunque no estaba segura. Claro que despreciaba a los sangre-sucia, que les encontraba insultante, pero ella nunca disfrutó matándolos… ¿O sí?

Le habían despojado de todos sus buenos recuerdos, pero sin embargo permanecían claros y nítidos los castigos de su padre, desde que era niña; todas las veces que tuvo miedo, todas las veces que sintió dolor, y todas las veces que mató a alguien. Cinco.

Cinco personas. “Pero yo no quise matarlas. Estábamos en la guerra, en todas las guerras muere gente. Ellos me hubieran matado a mí su hubiesen podido…”

Los dementotes le habían arrebatado todos los recuerdos de la persona a la que más amaba del mundo. Todos excepto aquel en el que estaba al borde de la muerte. Su elfo doméstico le había conducido a donde estaba. Había bebido veneno, o había traicionado al señor oscuro, no podía recordarlo con seguridad. Pero Deneb si que recordaba con la misma intensidad que en su momento su pánico ciego al verle tan pálido, tan frío, totalmente inanimado…

Parecía muerto.

“¡Pero aun estaba vivo! ¡Llegamos a tiempo! Le salvamos, está vivo. ¡Está vivo!” ¿O eso era tan sólo lo que ahora se empeñaba en creer? No era capaz de recordar nada sobre él con certeza a partir de esa imagen. ¿Había perdido la batalla contra la locura? ¿Regulus no sobrevivió, pero ella necesitaba creer su propia mentira?

Sintió calor de pronto, como sí algo la iluminase por dentro. ¡Regulus! Había logrado arrebatarle su nombre al olvido. En voz baja, inaudible, empezó a pronunciar una y otra vez su nombre, hasta convertirlo en un murmullo constante, como si rezase.

No permitiría que volviesen a arrebatárselo. Podía ser que él no hubiese sobrevivido, que ya estuviese muerto cuando Deneb y el elfo le encontraron, pero tenía la completa certeza de que le había querido con toda su alma, de que le seguía queriendo. Eso era suficiente.

Se prometió que no iba a olvidarlo.


Día 42

“Regulusregulusregulusregulus…”

Cuando los dementotes estaban cerca se aferraba a su nombre como si fuese un tablón en mitad de una tempestad en alta mar. No sabía si había muerto o no, ni siquiera sabía si él había llegado a quererla o no. Ese pensamiento le atormentaba, como el recuerdo de su rostro lívido, muerto…

¡No! No había muerto allí. ¿O sí lo había hecho?

Se llevó las manos a la cabeza, presionando con fuerza sus oídos.

“Regulusregulusregulusregulusregulus…”

A veces cantaba. Siempre le había gustado cantar cuando estaba sola. Aunque la única canción que lograba recordar era la que había escuchado a los siete años, durante el funeral de su madre, en un París de un apagado color gris y con la lluvia mojando sus pequeños zapatos negros.

* http://www.youtube.com/watch?v=cq_1aDZ1Iw0 *

Ese recuerdo era real. Deneb necesitaba saber cuales de sus recuerdos lo eran.

Regulus era real, estuviese vivo o, sentía cómo su corazón se partía sólo de pensarlo, muerto.

Él había existido. Ella le había querido por encima de cualquier otra cosa. Incluso perder la razón en una celda de Azkaban de algún modo se compensaba por haberle conocido, por haberle amado como aún lo seguía haciendo.

Los dementores se alejaron, dándole tiempo a Deneb a recoger los trozos de cordura que le quedaba. No era mucha. Nunca había pensado que la locura pudiese ser tan aterradoramente vacía y cruel. Unos pasos la sacaron de su ensimismamiento. Pasos. Humanos.

-¿Señorita Black?

Alzó la vista. Un hombre al que no reconoció y, tras él, su prima Narcisa. Ella la miró tratando de ocultar su ansiedad. Deneb sabía que debía de tener un aspecto horrible y la mirada de una demente. No le importaba mucho. Tenía una pregunta quemándole los labios. “¿Esta bien? ¿Esta vivo? ¡Por favor, que alguien me diga que Regulus sigue a salvo!” Pero logró contenerse. Si estaba a salvo nadie debía saberlo. Si estaba muerto entonces nada importaba. Podían acabar con ella de forma rápida y ahorrarle sufrimiento.

-Señorita Black, tras estudiar su caso, los aurores no han encontrado pruebas de que asesinase a nadie. Por lo que vamos a dejarla en libertad. Su familiar más directo que hemos podido encontrar se encargará de que esté bien.

-Te ayudaré a recuperarte.-Dijo Narcisa, ayudándola a que se levantase. Tuvo que sostenerla, pero Deneb sacudió la cabeza.

-No puedes, tengo que irme a casa.

-¡No puedes irte sola, Deneb!

-¡Tengo que irme! ¡Tengo que irme a casa!-Empezó a repetir.

La expresión de Narcisa era intermedia entre el miedo y la preocupación. A Deneb no le importó.

Era libre. Necesitaba volver a la casa. Necesitaba saber si seguía vivo, si realmente le había encontrado a tiempo. Y si Regulus había muerto… Entonces NECESITABA reunirse con él.

* * * * * *

Narcisa había insistido tanto, y ella estaba tan débil, que se dejó conducir hasta la casa de los Malfoy para viajar desde allí hasta la suya. Deneb deseaba transportarse cerca sin más, pero sus manos temblaban al sostener la varita y no era capaz de pronunciar claramente ni el hechizo más simple.

Tal vez debería sentirse alegre o al menos aliviada tras abandonar Azkaban, pero no fue así. La angustia le oprimía el corazón y le impedía respirar. Sólo quería volver a verle. Y si no era posible… Tan sólo con planteárselo su mundo se derrumbaba.

La casa de los Malfoy estaba impecable. Cada mueble valía más de lo que un mago corriente podría ganar en toda su vida. Deneb deseaba marcharse cuanto antes, pero Narcisa la obligó a sentarse en un sillón y mandó a un elfo a por algo de comida. Tomó sorbos de la bebida pero fue incapaz de probar un solo pedazo sólido.

Su propio reflejo en la bandeja de plata la sorprendió. Había perdido bastante peso y sus huesos se marcaban bajo la fina piel que nunca había estado tan pálida. Su largo pelo castaño, antes tan bien cuidado y brillante, estaba apagado y sin vida. Sus ojos, asustados y agotados, estaban hundidos en unas grandes ojeras violáceas.

Draco apareció llamando a su madre, dando pasos vacilantes. Era una criaturita rubia y de grandes ojos azules. Narcisa lo tomó en brazos con cariño mientras Deneb, ausente, les observaba. Resultaba extraño ver que la vida continuaba, que seguía siendo hermosa y dulce para algunos y, al mismo tiempo, bestialmente despiadada con otros.

-Puedes quedarte con nosotros tanto tiempo como quieras, Deneb.

Ella sacudió la cabeza casi sin fuerzas.

-Sólo quiero irme.

Su voz era débil pero firme. Narcisa la abrazó.

-Te escribiré. Nos veremos pronto. Ven si lo necesitas. Cuídate.

Deneb se lo agradeció con un cabeceo. Se colocaron frente a la chimenea y tomó un puñado de polvos Flu. Los echó al fuego. Pronunció la dirección de su hogar. Saltó y se dejó llevar.

La casa estaba a oscuras. Tuvo que acostumbrar sus ojos a la falta de luz. Silencio. Vacío. Abandono. La pequeña mansión parecía llevar mucho tiempo sin guardar ninguna vida. El corazón de Deneb se aceleró y le empezó a doler al mismo tiempo.

-¿Hola? ¿Hay alguien?

Su voz se rompió antes de terminar la segunda pregunta. Incapaz de contener por más tiempo un sollozo, rompió a llorar y a correr al mismo tiempo. Gritando una y otra vez qué si había alguien en la casa. La sala y el recibidor estaban vacíos, igual que la cocina y el comedor. Nadie contestó. Corría escaleras arriba, pero las lágrimas le impedían la visión y tropezó. Se quedó quieta, en las escaleras. El dolor del golpe no era nada en comparación al dolor dentro de su pecho.

“Así que no llegué a tiempo. Nunca llegué a salvarle…”

Lloraba histéricamente, con sacudidas. Le costaba coger aire. Regulus estaba muerto. Era el único pensamiento coherente que lograba formar en su mente y era demoledor. No tenía ningún motivo para vivir, ningún motivo para estar allí.

Lloraba tan alto que no le oyó llegar. Tan sólo notó que alguien cogía sus manos y se las apartaba de la cara. Su visión estaba borrosa. Cuando él le limpió las lágrimas pensó que debía de ser un ángel.

Tenía los mismos rasgos que cuando se conocieron, como si el tiempo no tuviese valor para estropear su belleza. Los mismos ojos oscuros, a un tiempo apasionados e inocentes, que la miraban como si él tampoco se atreviese a creer lo que estaba viendo. Ella acarició su mejilla, sus labios, la curva de la mandíbula, su pelo oscuro y despeinado… Necesitaba saber si era real.

Él quiso pronunciar su nombre, pero ella se adelantó acercando su rostro al suyo y callando sus labios con un beso. Regulus la apretó con fuerza contra sí, con demasiada fuerza, casi dolía. No importaba. Nada importaba. El mundo podía acabarse fuera de los muros de su casa que a Deneb no le importaría lo más mínimo.

Regulus estaba bien, estaba vivo. Regulus la quería.

Pensó que nunca podría existir nadie más feliz que ella.